Lecciones de Antigua, Guatemala: la verdad sobre la colonización de Hispanoamérica.

El pasado noviembre visité Antigua, Guatemala, y sus alrededores en el corazón de ese país. Lo que vi cambió mi percepción de cómo fue la colonización española de América. Este pequeño pueblo contiene evidencia esencial de lo que los españoles hicieron en América. En 1979, la UNESCO lo nombró Patrimonio de la Humanidad porque “conserva la integridad de su diseño del siglo XVI y la integridad física de la mayor parte de su patrimonio construido”. El lugar se encuentra en medio de un valle exuberante a los pies de tres volcanes. Uno de ellos todavía exhala intermitentes penachos de humo al aire y libera riachuelos de lava por su ladera.

En 1527, los españoles fundaron Antigua, la antigua capital de Guatemala, diseñando sus calles horizontales y verticales como un perfecto tablero de ajedrez, pavimentándolas con piedras de lastre. En el centro erigieron una bella catedral colonial enfrente de una amplia plaza adornada con vegetación y una hermosa fuente repleta de flores. Dos edificios gubernamentales con arcadas y columnatas se extendían a lo largo de dos lados opuestos del cuadrilátero. Esparcidos por la ciudad había numerosas iglesias, conventos, monasterios e incluso una universidad, en donde la enseñanza se equiparaba con la que se recibía en Salamanca, uno de los centros de estudios más importantes de Europa. Desafortunadamente, el 29 de Julio de 1773, un terremotos y seis meses de continuas replicas dañaron muchos edificios, obligando al gobierno a trasladar la capital a donde actualmente se encuentra Ciudad de Guatemala. Antigua fue abandonada tal como estaba, conservando su conjunto monumental barroco de calles empedradas, edificios intactos o parcialmente dañados y numerosas ruinas.

Algunas personas regresaron a la zona, pero nunca cambiaron su apariencia, salvaguardando el interior y el exterior de los edificios, calles y ruinas antiguas. Entre ellos, uno me llamó la atención: el ex-Convento de Nuestra Señora del Pilar. Este edificio, que había albergado a las monjas, sobrevivió a los temblores de tierra. Pero las dos cupulas de su iglesia adjunta se resquebrajaron y causaron el abandono del templo y que sus paredes interiores fuesen despojadas de sus altares lujosos. Por orden del Rey de España, estas obras de arte terminaron en un convento recién construido en Ciudad de Guatemala, donde las monjas continuaron sus labores de oraciones y enseñanzas.

Lo mismo que las capas de tierra habían custodiado los huesos de dinosaurios, las nieves perennes a mamuts intactos o las cenizas del Vesubio la ciudad de Pompeya, la madre naturaleza mantuvo a Antigua como una prueba irrevocable de la verdad sobre la colonización española de América. Bajo el control de la monarquía, el estado y la iglesia enviaron ejércitos de soldados y sacerdotes para llevar a cabo una enorme tarea. Los soberanos se aseguraron de que las cruces del cristianismo controlaran las espadas en manos de los conquistadores. A pesar de eso, la anexión del continente no fue pacífica. En este mismo país, los levantamientos indígenas impidieron un intento previo de ubicar la capital de Guatemala en un lugar diferente. Las leyendas negras, todavía en curso, se esfuerzan por reescribir la historia y mancillar la memoria de España en Hispanoamérica. Hablé con un señor indígena que vendía entradas en la recepción de un museo. Le pregunté si había escuchado a sus padres o a sus abuelos hablar sobre el trato que los españoles dieron a sus antepasados ​​indios. Me respondió,

—Aquí, cuando alguien es bobo y toma una mala decisión con su dinero, le decimos: ‘Eres como los indios viejos que cambiaban oro por espejos’.

—¿Le contaron que los españoles habían abusado de sus antepasados? —Le pregunté.

—Sí —dijo sin rencor, con una expresión de resignación y pesar como si su respuesta hubiese sido arrancada con un destornillador.

—¿Los esclavizaron?

—Sí—. Esta vez, un suspiro y una mueca de inquietud precedieron su respuesta.

En la pared detrás de su despacho, un aviso indicaba que los extranjeros debían pagar 50 quetzales y los nacionales 20 para entrar en el museo. Le entregué 50, pero luego cuando revisé la entrada, vi que decía 20. Supuse que el empleado se había comportado como mucha gente que abusa de otros si puede salirse con la suya.